Estas notas no contienen todos los puntos de la prédica :
Así como lo hizo en todos los lugares por los que había pasado, Pablo también deseaba ministrar en Roma la Palabra y confortar a los hermanos en la fe.
La tarea pastoral no es un trabajo, sino la manifestación de una vocación. Por esta razón, entonces, el apóstol deseaba llegar a la capital con el fin de «confirmar» a los hermanos impartiéndoles algún don espiritual. Se entiende por esta frase que él deseaba seguir edificando a la iglesia para que alcanzara la plenitud de su potencial en Cristo Jesús. Esto consistía en que recibieran y aprendieran a utilizar los dones que el Señor había entregado a su pueblo.
Resulta interesante, sin embargo, observar que Pablo no solamente deseaba llegar hasta ellos para ministrarles, sino que él también anhelaba recibir de ellos todo lo que quisieran darle. Encontramos en este deseo una profunda comprensión de la dinámica de la iglesia, donde todos nos edificamos mutuamente para producir el crecimiento del cuerpo de Cristo.
«Ni el ojo puede decir a la mano: “No te necesito”, ni tampoco la cabeza a los pies: “No tengo necesidad de vosotros”» (1 Co 12.21).
El peligro de esta postura es comenzar a creer que no existen, dentro de la congregación, personas que realmente nos pueden ministrar. De este modo, nuestro trato con ellos se convierte en un camino unidireccional. Nosotros siempre damos y ellos siempre reciben. El apóstol Pablo, a pesar de gozar de un prestigio y un perfil sin igual dentro de la iglesia del primer siglo, poseía un corazón abierto y humilde, dispuesto a recibir de sus hermanos lo que ellos pudieran entregarle de parte de Dios. Esta clase de líder es el que más inspira a sus seguidores, porque no se presenta como perfecto sino, más bien, como alguien que también está en el proceso de formación. Lejos de restarle autoridad, esta actitud enaltece su persona y bendice su vida.